El riff de Belcebú
En estas fechas de asueto y relax, queremos proponer a nuestros queridos metal-splinters unas breves lecturas de ficción para amenizar la espera del pescaíto en el chiringuito.
Es por esta razón que hoy iniciamos la publicación de una serie de relatos cortos fantásticos escritos por nuestro colaborador Francisco Javier Torres Gómez, cuya lectura podéis intercalar entre la montaña de crónicas de conciertos y festivales que tenéis en la sección de Soplete en vivo.
Sin más demora, ahí lo lleváis. ¡Leed, insensatos!

La noche estaba cargada de electricidad en el pequeño club de rock conocido como «Infierno Sonoro». La banda local, «Hijos de Satán», estaba en pleno apogeo, haciendo de las suyas, como siempre mientras los amplificadores parecían a punto de implosionar y el suelo vibraba como el martillo percutor de una obra en una gran avenida. La multitud estaba entregada, saltando y coreando cada canción, sumergida en la euforia del momento.
Sin embargo, en medio de un solo de guitarra incendiario, un extraño eco comenzó a mezclarse con los acordes. La multitud, inicialmente emocionada por la nueva capa de sonido, pronto se dio cuenta de que algo no encajaba. La música tomó un giro oscuro y la distorsión tomó las riendas de una melodía curvada hacia el mismísimo averno, mientras que luces parpadeantes iluminaron el escenario, creando sombras siniestras.
De repente, entre la niebla y la penumbra, surgió una figura imponente. Un ser de aspecto infernal, con ojos llameantes y cuernos retorcidos, se materializó ante la atónita audiencia. Era el mismísimo demonio, portando una guitarra eléctrica en llamas. La multitud pasó de la euforia a la incredulidad y el miedo en un instante.
La banda, desconcertada pero decidida a no dejarse intimidar, continuó tocando, intentando mantener la compostura. Sin embargo, el demonio, con una sonrisa burlona, se unió a ellos en el escenario. Sus dedos diabólicos se movían con destreza sobre las cuerdas, produciendo notas demoníacas que hacían temblar el lugar.
La audiencia estaba dividida entre el miedo y la fascinación. Los miembros de la banda intercambiaron miradas nerviosas, pero decidieron seguir tocando, dejándose llevar por la extraña colaboración infernal. La música se volvió un torbellino de caos y magia, fusionando los sonidos del rock con la oscura habilidad del demonio.
A medida que la canción llegaba a su apoteósico final, Satán desapareció en el vaho exhalado por las fauces de un dragón de fantasía, dejando tras de sí un silencio abrumador. La multitud, inicialmente en shock, estalló en vítores y aplausos, reconociendo la singularidad del evento. Los músicos se miraron entre sí y, guiados por la costumbre, agradecieron el reconocimiento a un mérito ajeno pues, sin comprender completamente lo que acababa de suceder, más que nunca fueron verdaderamente los “Hijos de Satán”.
Desde esa noche, el club «Infierno Sonoro» se convirtió en lugar de peregrinación para aquellos que buscaban experiencias musicales únicas. Y aunque el demonio nunca volvió a aparecer, la leyenda de aquella inolvidable colaboración entre el rock y el inframundo perduró en la memoria de todos los que estuvieron presentes.
Francisco Javier Torres Gómez